Los saberes humanos constituyen un ámbito de sentido en sí y para la vida del hombre que los produce. Su inspiración e influencia se dejan sentir en la sociedad y en la cultura de manera cada vez más difundida. Asimismo, las religiones proporcionan una interpretación del mundo conectada con el sentido fundamental de la existencia. El presente artículo intenta mostrar que la reflexión teológica que mira a las relaciones entre la naturaleza, el hombre y Dios ha de verse afectada positivamente por ellos. Igualmente, que el saber, en particular el saber científico de hoy, necesita abrirse y asimilar la realidad en todos sus factores, con una visión global, que le permita relacionarse con otros saberes y pueda así dar una imagen más simétrica del universo y del hombre que habita en él. Esto es una verdadera exigencia intelectual de nuestros tiempos, pues la mirada distante de las religiones hacia las ciencias, así como el excesivo reduccionismo y especialización de las mismas, parecen contribuir al ocultamiento del sentido del hombre y también a desvirtuar todo saber racional.
Conceptos clave: enfoque interdisciplinar/ simetría/ ciencia, filosofía y teología
Learned knowledge has a cognitive function, but also a meaningful sense for the life of human beings that produce it. Its inspiration and influence is pervading society and culture. Nevertheless, religions provide an interpretation of the world connected with the fundamental sense of human existence, as well. In the present article, I argue that, if theological reflection on the interrelation between nature, human beings and God intends depth, it ought nowadays to be confronted positively with that knowledge. I also argue that scientific knowledge needs to be more open to and assimilate total reality. Hence, it should allow an interaction with other kinds of knowledge, in order to have a more global and symmetric view of the universe and of human beings. Both are intellectual exigencies of our times. In fact, an estrangement of the religions to science, and the excessive reductionism and specialization of the latter, lead to the concealment of the sense of what is human, and devoid rational exploration of knowledge.
Keywords: interdisciplinary approach/ symmetry/ science, philosophy and theology
Un tema tan complejo como el de las relaciones entre la ciencia y la religión, tanto por la multiplicidad de aspectos que lo que componen, como por la diversidad de credos y disciplinas que pueden considerarse, merece atención no sólo por su interés intelectual, sino también por la necesidad de justipreciar la motivación íntimamente humana que está detrás de aquéllas. Por otro lado, si atendemos a su desenvolvimiento histórico, podemos constatar precisamente su influencia decisiva en la cultura. De tal modo, que abordar su problemática resulta una tarea indispensable para la comprensión de nuestros tiempos. Pero, dentro del conjunto de todas las cuestiones implicadas, hay una en particular que llama la atención por su importancia. Se trata de la conciencia del hombre como sujeto central de la religión y de la ciencia. No sólo porque éstas sean actividades exclusivas y peculiares suyas sino, sobre todo, porque a través de ellas obtiene una imagen de sí mismo y una idea de su lugar en el cosmos, frente a él mismo y a los demás. Ciertamente, esta imagen no procede únicamente de la religión y de la ciencia, pues también el arte, por ejemplo, la inspira o la promueve. Sin embargo, la centralidad que ellas destacan parece interesar más a la razón, que se ha convertido en el fulcro de la civilización occidental[1].
No obstante, vemos que nuestra era científica y tecnológica padece de un dramático olvido del ser, según se ha dicho ya, pero mucho más acuciado que en épocas pasadas. Ello no sólo porque se hayan abandonado categorías metafísicas otrora importantes y ahora se adopten unas nuevas que no nos permitan acomodarnos de todos modos a la situación presente, sino porque, efectivamente, hay un ocultamiento de la razón de ser del mundo y del hombre dentro de él. Ni las conmovedoras tragedias de la historia contemporánea parecen haber modificado sustancialmente esta situación. Por otra parte, si bien hoy se privilegia el saber más que nunca, las condiciones ineludibles en las que se lleva a cabo predisponen una concepción enormemente pragmática del mismo. Con ello, el criterio de eficacia práctica ha desplazado al contemplativo y, por ende, parece concederse mayor importancia a los productos culturales que a sus creadores; y, de tal modo, que se considera que la realización del saber adquiere una forma eminentemente técnica, sujeta al control instrumental. Por otro lado, es verdad que existe en nuestros días una urgente necesidad de resolver problemas sumamente complejos y a escala global, lo que no sólo explica, sino que incluso justifica en mucho esa manera abordar el conocimiento humano. Más todavía, la misma preocupación por satisfacer las demandas sociales actuales daría razón del rumbo adoptado. Pero, esta dirección del conocimiento no puede menos que resaltar, precisamente, la centralidad del hombre como sujeto pese a todo, aun cuando sea por razones puramente pragmáticas. Ignorarlo haría inoperativo, finalmente, la funcionalidad misma del sistema científico-tecnológico, seria un nuevo “eclipse de la razón”[2].
Todo esto permite considerar la fe religiosa bajo una nueva óptica, la de su capacidad de revitalizar y mantener la conciencia libre y de sostener y alentar el esfuerzo humano en la adquisición de la verdad. Esto es especialmente relevante, de cara al debilitamiento de la razón moderna, extenuada en su esfuerzo prometeico de fundacionismo puro. Por lo demás, destilada en extremo, la cultura del hombre moderno parece ver quizá en el sistema científico-tecnológico su última justificación racional. Pero, difícilmente parecen más asequibles las verdades sobre el hombre a una razón encerrada de todos modos en sí misma. La perspectiva trascendente de las religiones ofrece un modelo idóneo de orientación e iluminación existencial a la razón, además de abrirla a otros horizontes más amplios y de ponerla en condiciones de desplegar toda su capacidad creadora. En este sentido, cabe mencionar que la difundida imagen negativa que de la religión se tiene en relación con la ciencia, se ve desmentida por el estudio de la historia real de sus relaciones mutuas, especialmente en algunos de sus exponentes[3]. Es así que, en cuanto saberes, la fe religiosa, particularmente en su dimensión doctrinal, y la ciencia, en cuanto forjadora de la cultura actual, pueden confluir en una nueva perspectiva de diálogo y colaboración mutuos. El fruto más preciado sería la recuperación, no sólo del sentido de la realidad, sino del hombre mismo que la conoce.
La presentación que el lector tiene delante no pretende ser una monografía especializada ni el resultado de una investigación con novedades originales. Es más bien una reflexión sobre cosas ya sabidas, pero que quiere llamar la atención sobre lo que considero algo no siempre atendido suficientemente en los estudios sobre ciencia y religión. Esto es, la gran pregunta por el hombre, no ya como tema de las discusiones, sino como el supuesto fundamental de estas actividades. En este tenor, atendiendo a lo más positivo y general, hago un recorrido preliminar por la teología, tratando después el papel de la ciencia en la cultura de hoy, para explorar después una posible integración o articulación simétrica de ambas, a fin de dar con aquellos elementos que puedan conducir a un reencuentro real, y no únicamente semántico o pragmático, con la verdad sobre el hombre, particularmente como fruto del dialogo contemporáneo entre ciencia y religión.
En la visión cristiana, el tema central de la fe es Dios. Todas las cuestiones que ello suscita vienen a ser experimentadas religiosamente por el creyente y racionalizadas sistemáticamente después por la teología. Ésta aparece, sin embargo, como una respuesta humana natural al acontecimiento de la Revelación. Esto es, la fe empuja a la razón a preguntarse sobre la verdad contenida en aquélla. Se parte, pues, de una convicción y de una certeza únicas, ciertamente, pero no ajenas a la necesidad intelectual y vital del hombre, quien, por eso mismo, indaga en sí y en el mundo el significado de su existencia. La teología se instituye, así, como un saber sobre certezas, aunque cognoscitivamente abierto y dinámico, pues su tarea de formular y articular, mediante el ejercicio racional y crítico aquello que la fe propone, sólo se logra progresivamente. Deviene en una ciencia de la fe, dependiendo de la concordancia entre la razón y la Revelación. Como tal, se asimila al rigor metodológico propio de la razón, especialmente filosófica, procediendo con precisión lógica, según las exigencias del método adoptado. Existe, por tanto, una pluralidad metodológica y epistemológica dentro de la teología, que se corresponde con la diversidad de temas, aspectos y perspectivas, objeto de estudio y reflexión. Su núcleo racional rebasa, no obstante, las puras expectativas de toda cognición humana, al depender de contenidos, principios, recursos y fines provistos por la Revelación y, en el caso de la tradición católica, sancionados por el Magisterio.
Otra cuestión aquí implicada es que el objeto de la teología, si bien descansa sobre la base de lo que de Dios se afirma o se niega, se extiende al conocimiento del hombre y del mundo en su intimidad más profunda. Todavía, en cuanto verdadera ciencia, la teología no puede menos que partir de una adhesión fiel a la experiencia de la totalidad de lo real. Esto, a su vez, lleva a plantearse teóricamente la pregunta por las categorías que den razón de las condiciones de los seres, desde el horizonte de la universalidad más fundamental. Pero, en este caso, se trata también de asimilar el significado y consecuencias del que resulta ser el mayor experimento posible y la hipótesis más audaz, esto es, la existencia del Dios vivo y que se hace presente en la historia humana, personal y social[4]. Por consiguiente, el saber teológico no sólo contribuye a dar una imagen global y unificadora del mundo, sino que, igualmente, refuerza la consistencia de los argumentos de la fe. Y, desde luego, esto resulta relevante, desde el momento en que la fe religiosa pretende proveer las nociones que dan fundamento al plano de sentido de la vida entera del hombre. Por lo demás, cabe destacar que la teología se relaciona vigorosamente con la dimensión antropológica del saber, en cuanto éste proporciona acceso a las claves de comprensión de la realidad, que son vitales para la realización de la existencia humana en su conjunto. De este modo, la teología resultaría ser la ciencia con más sentido, desde el punto de vista de la racionalidad vital del hombre, abierta a la trascendencia[5].
Como sea, esto no puede menos que implicar el modo de conocer y de vivir del hombre en cuanto destinatario de la Revelación. El cual, por lo tanto, se hace verdadera condición de posibilidad de la misma. Pero, de hecho, lo es también del saber teológico, filosófico y científico en general. Esto es, la totalidad del hombre es abrazada por Dios que se revela, pues, al fin y al cabo, la Revelación es iniciativa suya. Pero, a su vez, este acto divino tiene como sujeto al hombre y, en un sentido muy preciso, a su razón, capaz de comprenderla y apreciarla, propiamente. Sin embargo, no es una razón “fuera-del-mundo”, desapegada de las condiciones existenciales del hombre y aun distante de sus dimensiones no estrictamente racionales, en particular su afectividad y su libertad. Pero, no por ello no sea la racionalidad de su acogida una exigencia de la misma fe. Éste es un punto crucial en el dinamismo de la fe y la teología, pues si la Revelación no fuese accesible de algún modo a la razón, sería puro enigma y, por tanto, estaría desprovista de genuino interés humano[6]. Por otro lado, si la razón es condición que hace posible el misterio divino para el hombre, también es ella la que permite, no obstante, profundizar en él, sin reducirlo tampoco a categorías humanas solamente. Aparece así una verdadera dialéctica irreductible entre creer y saber, cuya expresión intelectual es, precisamente, la teología sagrada. Aunque resulta evidente que no es esta ciencia originaria, sino depositaria de la Revelación divina y sus misterios.
Ahora bien, como ejercicio de la razón en-el-mundo, la teología no esta exenta así de interpretaciones diversas. Pero, esto no impide que ella constituya un valioso aparato racional auxiliar a la doctrina viva de la religión y a su plano de sentido para el hombre. Por otra parte, como señalábamos arriba, el hombre es condición auténtica que hace igualmente posible toda ciencia. No sólo en cuanto artífice o agente operativo de su propia creación, expresada en conceptos, sistemas y lenguajes sino, sobre todo, en cuanto sujeto estructural y formal del saber acerca del mundo. Esto significa, empero, que en él se revela el mundo y el sentido de su propio ser dentro de éste. Más aún, podemos afirmar que por ello mismo se constituye en el destinatario y protagonista vital de su realización. O, dicho de otra manera, aparece claro sobre esta base que la ciencia es del hombre, por el hombre y para el hombre. Debido a esto es que los saberes humanos constituyen un ámbito de sentido en sí y para la vida del sujeto que los produce. Axial que, la ciencia y el saber que ella consigue, no pueden ser ajenos a la tarea de contribuir a develar el destino del hombre y de establecer una axiología eminentemente antropológica, que le resguarde de los riesgos de las obras (todo lo más, históricas) que le pueden apartar de él[7].
Conque, cumpliendo con su cometido, la teología puede mostrar este aspecto del ejercicio de la razón mejor que otras disciplinas. Es decir, en la operación cognoscitiva que le es propia a la teología, la razón verifica de manera intrínseca la dimensión trascendente del saber teológico, tanto por la naturaleza de su objeto como por su fuente experiencial (esto es, la fe), poniéndose en evidencia dos cosas, a saber: no sólo que el sujeto que conoce es medido por la realidad, sino que él mismo se convierte, respecto de ésta, en el destino de su comprensión, de su significado existencial y de su valor respecto de la felicidad, que es el fin verdaderamente último de su vida, independientemente de las interpretaciones que sobre ella se puedan hacer. Esta dimensión antropológica del saber no es privativa de la teología, sino que pertenece a toda ciencia, en la medida en que el ejercicio racional del conocer se despliega en la búsqueda de la verdad[8].
Con todo, esta función de la razón no se verifica más que en el ámbito de la cultura en la cual el hombre piensa, vive y acta. Por eso, descubrir esta función de la ciencia y de la teología requiere esencialmente una comprensión de la situación histórico-cultural del momento. Por consiguiente, la pregunta sobre si los teólogos y filósofos cristianos deben esforzarse en resolver aun los desafíos suscitados por los desenlaces de la razón moderna y post-metafísica, no puede menos que ser afirmativa y perentoria. Afectada indudablemente por esta manera de pensar, a nuestra cultura le resulta muy difícil rebasar su confinamiento intelectual para reconocer y aceptar que el hombre no puede ser existir sin trascenderse. No es aquélla sólo una pregunta acerca del futuro de la fe, sino sobre todo, por la salvación mundana o histórico-existencial del hombre.
Consecuentemente, el lugar y la función antropológica del saber teológico y filosófico cristiano parecen depender hoy más que nunca de la razón, entendida principalmente como ciencia y tecnología. Su inspiración e influencia se dejan sentir en la sociedad y en la cultura de manera cada vez más difundida. El mismo lenguaje religioso se ve necesitado de adquirir formas de expresión, que le llevan a asimilar el aparato conceptual de la era científica. Por lo demás, la manera como se vive en nuestra era tecnológico-industrial, informática y de comunicaciones globales configura también la forma como debe ser afrontada esta cuestión. Ella anticipa ya los caminos que se han de intentar en la andadura intelectual, para responder adecuadamente a la tarea empeñada. Para eso, sin embargo, conviene hacerse de una perspectiva más amplia de la situación, recabando algunos hechos históricos significativos. Porque, no hemos de descuidar que la razón científico-tecnológica, heredera de la modernidad, parece querer constituirse, en este tenor, en la esencia misma de la cultura humana, si bien no ya como demostración teorética sí ahora como afirmación práctica[9].
No cabe duda que ello obedece también a la conciencia colectiva que la humanidad ha adquirido del poder creador de la razón, la cual, por cierto, le ha seducido con la promesa de convertirle en “dueña y señora de la naturaleza”. Es aquí donde reside la mayor fascinación del sueño, hecho realidad, de que “el saber es poder”. Verdaderamente, la modernidad se sorprendió con este “maravilloso hallazgo” que le ha conseguido unas posibilidades tan insospechadas en el dominio del mundo, hasta el extremo de “traer el poder de las estrellas a la Tierra”. Desafortunadamente, la ambivalencia de las creaciones humanas, dependientes en último termino de la libertad, han producido también infiernos dantescos de horror y violencia extremos (homo homini daemon). Auschwitz, y otros muchos lugares menos publicitados, permanecen como símbolos elocuentes de la capacidad de la barbarie de la “razón”, de la que también la humanidad es responsable. Dicho esto, cabe la viva exhortación a tenerlo presente como “idea reguladora de la razón” y como un motivo cualificado para dedicarse a la tarea urgente de redescubrir su rostro más humano.
Y es que también hoy constatamos, podría decirse, otra forma de ruptura grave entre naturaleza y cultura que concierne más entrañablemente a la razón. Se trata de la creencia de que ésta es incapaz de alcanzar la verdad, de dos maneras. Por un lado, particularmente en relación con la ciencia, se le reduce a un mero instrumento operativo, en el mejor de los casos, para ajustar las teorías científicas a los experimentos, o viceversa. O bien, aun se les concibe a éstas como fruto de una mera convención o consenso razonado, eso sí, pero cuya consistencia no reside más que en el contexto histórico-social del ámbito de que se trate. Pasamos así, de una exaltación de la razón como fundamento del conocer y del ser, a una mera función utilitaria. Esto no puede menos que desvirtuar su fuerza para guiar al hombre a su destino. La rayón ha perdido, efectivamente, el horizonte de totalidad, que hasta hace no mucho pretendía conservar. Por el otro lado, esta ruptura se da por la creencia de que la razón puede crearlo todo, hasta una nueva “naturaleza humana”, mediante la ingeniería genética o la inteligencia artificial, por ejemplo. Esta creencia se sustenta también en el desencanto o desdén de la razón por cualquier limitación ontológica o ética que impida la realización del imperativo de la “la voluntad de poder”.
Empero, queda aun el cientificismo, aunque sólo sea pragmáticamente considerado, como un fondo de la cultura intelectual de nuestra época, si bien herido ya de un mayor escepticismo o de un cinismo radical[10]. Por otra parte, no debe dejar de ser tenido en cuenta que la racionalidad tecnológica actual reclama un criterio específico de diferenciación respecto de la ciencia. Pues, el estatuto epistemológico de la tecnología parece ubicarse claramente en otro nivel, ya distante de la sola técnica y de la mecánica. Reproduciendo lo que señalábamos más arriba, la clave de investigación de la razón científico-tecnológica parece residir en la eficacia y el control de los procesos “cognitivo-poéticos”, a fin de producir “utensilios”, ya sean materiales o intencionales[11]. Esta nueva dimensión del saber como virtud cibernética, no impide descubrir nuevamente su carácter antropológico, no sólo porque el hombre sea el diseñador-fabricante eficaz, sino porque la “intencionalidad tecnológica” también subsume la categoría del usuario como ingrediente esencial de sus actos creativos. Más aún, debido a que la producción en serie y a escala mundial reclama un amplio contexto social, parece que dicha categoría se introduce en un nivel mucho mayor, destacándose así también la subjetividad estructural de las sociedades.
Ahora bien, ¿que significa todo esto respecto del diálogo entre la ciencia y la religión y, más precisamente, del tratamiento antropológico que pretendemos aquí? La gran tarea es recobrar, primero, dentro de la misma razón, la naturaleza realista de la ciencia, su aptitud para alcanzar el mundo que todos experimentamos y su apertura universal a la verdad encontrada. Por lo mismo, se trata de salvar a la razón y la ciencia del reduccionismo, del relativismo y del utilitarismo que les ahogan y que transforman al hombre en mero objeto o en agente puramente funcional del saber. También del constructivismo, que crea la ilusoria imagen de generar un auto-contenido independiente de la subjetividad ontológica del hombre. Y, finalmente, se trata de salvarles de la ideologización más variada que, absolutizándolas, les hace impermeables a toda crítica racional[12]. Por otro lado, la tarea es mantenerlas abiertas a la dimensión trascendente, objetiva y universal de una ética con fundamento metafísico, que les haga capaces de mostrar la “indisponibilidad” inalienable del sujeto humano. Y que les permita, asimismo, adoptar un sentido de responsabilidad y solidaridad sociales en la creación de la tecnología, poniendo de relieve la centralidad de la persona humana y de la comunidad.
Justamente, la dinámica efectiva de la ciencia y su análisis teórico ponen en evidencia que, para cumplir estos objetivos, ella requiere no sólo de un modelo y de una inspiración externos, que podrían provenir igualmente de la religión o del arte, sino de una metodología interna apropiada que le permita hacerlo efectivamente. Es verdad que no podemos admitir un concordismo o identificación entre ciencia, filosofía y teología, pero tampoco un discordismo tal que impida el diálogo y la interrelación, toda vez que existe entre ellas una raíz común, que es la razón y el hombre como sujeto suyo. Así, el método resulta ser interdisciplinario, y la meta esperada es una equilibrada simetría del saber en su conjunto, que nos permita una mejor comprensión del mundo que habitamos y de nuestro propio ser. Además, es indudable que el desarrollo que ha alcanzado la ciencia nos permite afirmar su apertura estructural, pero también funcional, a la trascendencia. Ya que se ha llegado a tocar más de cerca, con los nuevos recursos científicos, por ejemplo, los eternos problemas del origen del universo, de la vida y del hombre sobre la Tierra, los cuales, desde otra perspectiva, han sido siempre objeto de estudio de la filosofía y la teología. Ello hace que estas disciplinas estén en mejores condiciones, en principio, de ayudar a la ciencia en proponer lo último como temática y en proporcionar algunas herramientas metodológicas para tratar de ello, en beneficio común de descubrir la verdad fundamental sobre el conocimiento y el hombre.
Lo que recién acabamos de decir también es posible, innegablemente, por la nueva situación que experimenta el desarrollo de la teología cristiana, ya que la ciencia no sólo no aparece ahora como una fuente de amenazas y peligros a la fe, debido al uso más acusadamente ideológico de la ciencia en otros tiempos, sino también como una vía positiva de acceso a la realidad trascendente del hombre y aun de Dios. Igualmente, la apologética actual es más consciente del peligro de pretender demostrar la verdad teológica mediante argumentos sacados de la ciencia o de defender una interpretación del mundo basada en argumentos religiosos dependientes de la época[13]. En este caso, el convencimiento actual acerca de la autonomía de los saberes esta más esclarecido, aunque también queda claro que es prácticamente imposible establecer campos limitados a su propia esfera, sin conexión alguna con otros, en la marcha efectiva del conocimiento y de la vida[14]. Por lo demás, podemos recordar que las religiones proporcionan una interpretación del mundo conectada con el sentido fundamental de la existencia. Esto hace que el hombre concreto que hace ciencia sea interpelado por el sentido mismo de su tarea intelectual.
Asimismo, esto hace que la reflexión teológica que mira a las relaciones entre la naturaleza, el hombre y Dios, se vea afectada positivamente por el saber científico de hoy. Éste, por su parte, respondiendo a la inquietud permanente por llegar a la verdad de las cosas, se ve potenciado por la teología a abrirse y asimilar la realidad en todos sus factores, con una visión global, que le permite relacionarse incluso con otros saberes, pudiendo dar así una imagen más simétrica de la realidad. Esto es una verdadera exigencia intelectual de nuestros tiempos, pues la mirada distante de las religiones hacia las ciencias, así como el excesivo reduccionismo y especialización de las mismas, parecen contribuir al ocultamiento del sentido del hombre y también a desvirtuar todo saber racional[15]. La cooperación entre teólogos, filósofos y científicos en esta empresa común ha creado un nuevo clima de entendimiento mutuo, que tiene como uno de sus mejores frutos el diálogo y el encuentro entre las personas y las comunidades de estudiosos, al compartir el esfuerzo por alcanzar una verdad que enriquece a todos. Además, esto ha arrojado como resultado la incorporación de perspectivas y métodos que sirven de modelo a unos y otros. Por lo tanto, esta tarea en común no sólo ha enriquecido la convivencia humana, lo cual ya es bastante, sino también los contenidos de la epistemología y la metodología[16]. Todo ello conduce, desde luego, a una integración más unitaria y armónica de nuestra razón, en su dimensión cognoscitiva, y existencial también[17]. O, dicho de otra manera, se ha establecido una interdependencia entre ciencia, filosofía y teología respecto del saber y de la existencia humana, que ha traspasado los límites impuestos por la razón moderna y dentro de los cuales se había encerrado el horizonte de la vida humana[18].
A tal efecto, la interacción simétrica entre ciencia, filosofía y teología demanda una cuidadosa articulación hermenéutica y fundacional[19], verificada sobre todo por la filosofía como instancia mediadora, a fin de que la confrontación de saberes consiga una verdadera estructuración epistémica. Porque el único modo de responder adecuadamente a la realidad es el de una racionalidad analógica, que resuelva en distintos contextos el problema aparente de una radical discontinuidad entre los distintos saberes. Por otro lado, es indispensable en todo caso la concentración en la perspectiva metafísica como pieza fundamental en la interconexión de los mismos. Cada disciplina habrá de evitar exclusivismos, manteniendo un balance entre los distintos campos de competencia. Esto, permitirá, a la postre, enfrentar las diversas crisis y prevenir un posible colapso de la racionalidad.
Por supuesto, llevar este proyecto a la práctica no esta exento de numerosas dificultades de la más variada naturaleza. Ello invita a la cautela y a la pericia, para no perder la perspectiva de totalidad y poder conseguir un equilibrio óptimo. Los distintos debates sobre diferentes temas y sobre la posibilidad misma del diálogo muestran, a su vez, la enorme complejidad del asunto. A menudo, los campos de estudio de cada disciplina contienen problemas, cuyo desenlace no parece poder ser concluido satisfactoriamente. Pero, los grandes desafíos, tal y como hoy se les contempla con los recursos intelectuales disponibles y tras toda una historia de encuentros y desencuentros, más que inspirar miedo o pesimismo, parecen alentar la esperanza de alcanzar, al menos, una mutua complementación en la comprensión global del saber. A mi entender, se impone la necesidad operativa, cognitiva y moral del trabajo interdisciplinar entre los estudiosos.
Finalmente, tanto la ciencia como la religión no existen sino en los hombres y mujeres que las practican. Por eso, el diálogo concertado en este terreno no puede menos que atender a las más elementales actitudes de reconocimiento recíproco, respeto mutuo y de verdadero aprecio por la persona del interlocutor. La divergencia de opiniones y la profundidad de las propias convicciones no deben causar extrañeza ni impedir la escucha atenta, serena y crítica de quien nos interpela, al menos en principio, para alcanzar juntos algún juicio mejor, a pesar de mantener diferencias. La historia de las relaciones entre ciencia y religión no esta libre de distintos condicionamientos que propician justo lo contrario. Por lo demás, en la circunstancia contemporánea particularmente, podemos constatar cuán difícil es llegar a un punto de acuerdo en materias tan sensibles y, sobre todo, en las que conciernen a la propia imagen y destino del hombre[20]. La frecuente invasión acrítica de científicos en el campo filosófico y la discusión precipitada o confusa de filósofos sobre temas científicos, así como la lejanía de los teólogos, no pocas veces da la apariencia de que todos los esfuerzos no constituyen más que pura retórica. El ambiente se ve contaminado por la pseudo-ciencia y el esoterismo y enrarecido por los enconos personales o de grupo. Hasta el hecho no menos importante de las inercias creadas en los centros de trabajo, donde coexisten las más diversas facultades e institutos en las universidades, pero sin comunicación alguna, contribuyen a representarse una imagen de tendencia regresiva o de unilateralidad en el diálogo. No obstante, podemos esperar más amplios horizontes donde el diálogo continúe en crecimiento y profundidad. El motivo de esta esperanza, pese a todo, es la irrenunciable vocación a la verdad del sujeto con conciencia racional que es el ser humano y su aptitud para encontrarla.
La necesidad de salvar a la razón de si misma, esto es, de sus graves equívocos, hacen esta tarea más urgente. Superar las tendencias negativas que la conducen a la irracionalidad y al nihilismo, por un lado, o al despojo de su valor cognoscitivo intrínseco, en aras de la absolutización del mercado y el poder político constituyen asimismo un reto a vencer con valentía intelectual y moral. No se diga de la necesidad de replantear los aspectos éticos implicados en las nuevas tecnologías, para que adquieran un enfoque tal que las personas resulten ser cada vez más el eje central de su desarrollo e implementación, como hemos visto ya. Todavía más, hemos de considerar la presente situación intelectual, donde se hacho patente que el problema supera las posibilidades de la racionalidad paradigmática de la cultura moderna y se decanta en el pensamiento débil[21].
La confrontación dialógica entre los distintos saberes – nacidos del mismo hombre, como bien sabemos – tiene como fruto el proporcionar un marco de referencia ampliado a una escala antes insospechada y que sirve a la reflexión crítica sobre la ciencia, la fe y la razón, permitiéndole resguardar la objetividad de su conocimiento, al protegerle de virtuales reduccionismos e ideologizaciones. Además, ha de permitir formar la conciencia humana en el realismo sano, es decir, en aquella imagen del mundo que no está supeditada a los condicionamientos subjetivos que impiden captar la evidencia de los factores más fundamentales y trascendentes en los hechos mismos. De otro modo, reconstruye al hombre desde dentro, poniéndole en condiciones de lanzar hacia delante su proyecto racional de vida y felicidad. Se necesita, pues, recuperar la mirada inocente, que no simple, de la realidad con toda su enorme riqueza, heterogeneidad, complejidad y belleza. Particularmente, el diálogo entre la verdad teológica y la ciencia de hoy permite poner de manifiesto la lógica propia de la naturaleza, la capacidad racional de descubrimiento de las leyes del mundo por parte del hombre – de manera notable en la correspondencia de la matemática con el orden del mundo físico –, el “milagro” intrínseco de la vida que escapa a toda previsión y control, la posición central del hombre por su alto grado de perfeccionamiento biológico y psicológico, la preeminencia de la evolución cultural del hombre sobre la orgánica, etcétera. Por igual, resulta patente ya que el hombre no es sólo razón, ni puede entenderse aisladamente respecto de sus semejantes y del medio ambiente que le abraza. Esto es de todo punto importante, pues, de otro modo, difícilmente se llega a recuperar el sentido del hombre.
Ni qué decir de la eliminación de muchos prejuicios y malentendidos acerca de la de las necesidades espirituales del hombre. Ahora se puede entender mejor cómo la racionalidad humana se desvela como apertura estructural a lo infinito. De igual modo, otro fruto apreciable de este diálogo es que la universalidad de la ciencia se convierte hoy también en vehículo de comunicación y entendimiento entre los hombres que pertenecen a las distintas religiones del mundo o no, incluidos aquellos que se declaran agnósticos o ateos. Por último, la teología que se inserta en el tejido de la nueva situación está más capacitada para devolverle al hombre a su lugar justo, recuperándole de la embriaguez del ideal de súper-hombre pretendido desde el Iluminismo y que no ha hecho más que deshacer las esperanzas humanas con su afán de dominio, al dar muerte a Dios primero y después al hombre como sujeto. Es quizá aquí donde se podrían establecer mejores alternativas razonables que eliminen, eventualmente, la patología de nuestro tiempo, afectado por la esquizofrenia que le ha hecho dar más crédito a sus propias construcciones, supuestamente dadoras del sentido y fundamento, que a la realidad que funda la existencia humana y sus valores más auténticos y originales. Ciertamente, la fe religiosa parece ser la única capaz curarle desde el interior, con el poder de la Verdad que procede de Dios y se dirige al hombre. La verdad teológica, por consiguiente, podrá axial contribuir a reparar aquella cesura entre naturaleza y cultura, cuya raíz se encuentra en el seno mismo de la libertad humana, concebida como absolutamente autónoma, pero profundamente lastimada y herida por sus propias expoliaciones. Esta libertad esta necesitada del buen samaritano que se haga cargo de ella. Todos, los cristianos especialmente, estamos llamados a serlo, con la ayuda de Aquel que es verdaderamente el único capaz de mostrarle al hombre su propio rostro y de infundirle aliento en la búsqueda de la contemplación de la verdad[22]. Éste es el mayor empeño en el diálogo entre ciencia y religión, pues no puede permanecer ajeno al futuro de la humanidad doliente. Porque lo que está en juego no son las teorías, sino aquello en lo que los hombres habremos de llegar a ser.
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URRUTIA ALBISUA, Eugenio; BLÁZQUEZ ORTEGA, Juan José (compiladores): Ciencia y religión hoy. Dialogos en torno a la naturaleza, UPAEP, Puebla.
ŻYCIŃSKI, Józef M. (1990): Three cultures: science, the humanities and religious values, Pachart, Tucson.
________________ (1995): “Realismo scientifico e metafisica”, en MARTÍNEZ, Rafael (ed.): La verita scientifica, Armando Editore, Roma.
________________ (1998): “Wiara chrzescijańska w dialogu z kulturą współczesną według Jana Pawła II” [“La fe cristiana en diálogo con la cultura contemporánea, según Juan Pablo II], Ethos, RW KUL, Lublín, no. 41-42, pp. 133-146.
________________ (2006): God and evolution: fundamental questions of Christian evolutionism, CUAP, Washington, D. C.
Recebido: 19/05/2007
Aceite final: 22/06/2007
[*] Juan José Blázquez Ortega, profesor de Filosofía de la Naturaleza y de Historia de la Filosofia Moderna, Centro de Estudios en Ciencia y Religión, UPAEP, Puebla, México.
[1] Indudablemente, esta referencia se debe al fondo de la propia tradición; pero, hasta ahora, es esta cultura la que prevalece por la conformación de las mentalidades y los estilos de vida de la marcha de innumerables pueblos, a pesar de la raigambre en otras tradiciones. Además, no puede descuidarse su propia aptitud de universalidad (ŻYCIŃSKI, 1995; LOBATO, 1998, 356).
[2] Cf. INNERARITY, 1990; AGAZZI, 1995; QUERALTO, 2003. Las tres obras pueden consultarse con gran provecho, en lo que atañe al análisis de la situación actual respecto de la razón moderna y postmoderna, así como de las propuestas éticas en su dimensión antropológica, respecto de la ciencia y la tecnología.
[3] Existen innumerables estudios detallados al respecto. Una introducción clásica está en BROOKE, 1991; y, con mayor tratamiento teórico, en BARBOUR, 1997.
[4] Cf. RUINI, 2007.
[5] Cf. TOMÁS DE AQUINO: Summa Theologiae, I, q. 1, a. 5, especialmente el corpus. Quizá no sea inoportuno recordar aquí el pensamiento del Aquinate, si bien su glosa pueda ser enriquecida notoriamente con el acervo cultural de nuestros tiempos.
[6] Cf. GIUSSANI, 1998, pp. 203-208.
[7] Se podrá replicar aquí que la tarea de las ciencias empíricas es completamente ajena a todo esto, dado que su procedimiento común no trata del sentido de las cosas, sino de la explicación racional de lo observable por lo observable. Y se tiene razón en afirmarlo, sin duda alguna. Empero, no se trata aquí de la metodología o del estatuto epistemológico de dichas ciencias, sino esencialmente de su significación antropológica en tanto empresa humana. Otro asunto seria igualmente el de su papel en el conjunto de la cultura (JAROSZYŃSKI, 2007, 3-51 y 219-232) o el de la presencia de valores en la investigación científica (LEKKA-KOWALIK, 2006, ab).
[8] Por otra parte, por más que el resultado de esta búsqueda sea un encuentro parcial y no definitivo de la verdad, la razón científica consigue satisfacer, no obstante, las condiciones epistemológicas de esta exigencia estructural del hombre. Desde luego que esto es materia de enormes discusiones, pero, además de haber razones teóricas, el hecho mismo del progreso de la ciencia y su aplicación tecnológica dan fe de ello. A manera de ilustración crítica, véase: HAACK, 2003.
[9] Cf. SÁNCHEZ DE TOCA Y ALAMEDA, M.: “Retos y desafíos de la cultura científica actual a la religión”, en URRUTIA; BLÁZQUEZ, 2003, 270-274.
[10] Cf. HAACK, 2003, 17-53.
[11] Cf. QUERALTÓ, 2003, 60-110.
[12] Cf. ŻYCIŃSKI, 1995, 115-119; SÁNCHEZ DE TOCA Y ALAMEDA, ibid., 274-276.
[13] El caso Galileo y su rehabilitación, a iniciativa del papa Juan Pablo II en continuidad con el Concilio Vaticano II, son ya un caso clásico al respecto. Los distintos mensajes del pontífice a la comunidad científica son más que aleccionadores.
[14] Una obra más especializada, que revisa detenidamente los momentos históricos más significativos de la interrelación entre ciencia y religión desde los acontecimientos mismos, ofreciendo con ello una perspectiva crítica y equilibrada, se halla en: BROOKE; CANTOR, 1998.
[15] Existe hoy una extensa literatura al respecto. Podemos indicar, a manera de introducción, desde una perspectiva más filosófico-teológica: TRESMONTAND, 1978; y mas científico-teológica: RUSSEL; STOEGER; COYNE, 2002; PETERS; BENNETT, 2005.
[16] Cf. ARTIGAS, M.: “El dialogo entre ciencia y religión en la actualidad”, en URRUTIA; BLAZQUEZ, 2003, 33-39 y 52-57.
[17] Cf. ŻYCIŃSKI, 1990; MARTÍNEZ, RAFAEL: “Dio e la scoperta della natura: razionalità della scienza e inteligenza della fede”, en MARTÍNEZ; SANGUINETI, 2003, 21-37.
[18] Véase MERINO, 1987.
[19] Cf. LAMBERT, Dominique: “Le figure del dialogo scienza-teologia: ostaccoli e prospettive”, en MARTÍNEZ; SANGUINETI, 2003, 13-20.
[20] Son muchos los temas en controversia: creación o autocreación, determinismo en el mundo físico, emergencia de la vida, origen de la psique humana, etcétera. Para darse una idea más acabada de ello puede consultarse, por ejemplo: a) en relación con los equívocos y exigencias actuales respecto de una adecuada filosofía de la naturaleza —la cual, por cierto, está justo en el centro de las cuestiones en disputa: AGAZZI, 2000; y ARANA, 2001; b) en relación con la interacción entre ciencia, filosofía y teología: RUSSELL; STOEGER; COYNE, 2002; URRUTIA, BLAZQUEZ, 2003; PETERS; BENNETT, 2005. En relación con el tema más delicado entre los distintos saberes, acerca del evolucionismo y el hombre, resulta sumamente elocuente la discusión última entre algunos de sus exponentes destacados: DAWKINS, 2006, y su respuesta por MCGRATH & MCGRATH, 2007. Por ultimo, en este particular, desde una perspectiva católica, se puede consultar con provecho la obra de ŻYCIŃSKI, 2006, donde se recogen considerablemente también los trazos del pensamiento de Juan Pablo II en esta materia.
[21] Cf. RUINI, 2007. El análisis que hace el cardenal Vicario de Roma del pensamiento del papa Benedicto XVI, sobre el asunto en cuestión, constituye una estupenda lección contemporánea acerca de las auto-limitaciones de la razón moderna y posmoderna, así como de sus posibilidades de recuperación.
[22] Cf. Juan Pablo II: Encíclicas Redemtor hominis, 4 de marzo de 1979 y Fides et ratio, 14 de septiembre de 1998. Asimismo, LOBATO, 1998, 359.